¡Hora de despertar! por Antonio Muñoz Molina
He pensado desde hace muchos años, y lo he escrito de vez en cuando, que España vivía
en un estado de irrealidad parcial, incluso de delirio, sobre todo en la esfera pública,
pero no solo en ella. Un delirio inducido por la clase política, alimentado por los
medios, consentido por la ciudadanía, que aceptaba sin mucha dificultad la irrelevancia
a cambio del halago, casi siempre de tipo identitario o festivo, o una mezcla de los dos.
La broma empezó en los ochenta, cuando de la noche a la mañana nos hicimos
modernos y amnésicos y el gobierno nos decía que España estaba de moda en el mundo,
y Tierno Galván -¡Tierno Galván!- empezó la demagogia del político campechano y
majete proclamando en las fiestas de San Isidro de Madrid aquello de “¡El que no esté
colocao que se coloque, y al loro!” Tierno Galván, que miró sonriente para otro lado,
siendo alcalde, cuando un concejal le trajo pruebas de los primeros indicios de la
infección que no ha dejado de agravarse con los años, la corrupción municipal que
volvía cómplices a empresarios y a políticos.
Por un azar de la vida me encontré en la Expo de Sevilla en 1992 la noche de su
clausura: en una terraza de no sé qué pabellón, entre una multitud de políticos y
prebostes de diversa índole que comían gratis jamón de pata negra mientras estallaban
en el horizonte los fuegos artificiales de la clausura. Era un símbolo tan demasiado
evidente que ni siquiera servía para hacer literatura. Era la época de los grandes
acontecimientos y no de los pequeños logros diarios, del despliegue obsceno de lujo y
no de administración austera y rigurosa, de entusiasmo obligatorio. Llevar la contraria te
convertía en algo peor que un reaccionario: en un malasombra. En esos años yo escribía
una columna semanal en El País de Andalucía, cuando lo dirigía mi querida Soledad
Gallego, a quien tuve la alegría grande de encontrar en Buenos Aires la semana pasada.
Escribía denunciando el folklorismo obligatorio, el narcisismo de la identidad, el
abandono de la enseñanza pública, el disparate de una televisión pagada con el dinero
de todos en la que aparecían con frecuencia adivinos y brujas, la manía de los grandes
gestos, las inauguraciones, las conmemoraciones, el despilfarro en lo superfluo y la
mezquindad en lo necesario. Recuerdo un artículo en el que ironizaba sobre un curso de
espíritu rociero para maestros que organizó ese año la Junta de Andalucía: hubo quien
escribió al periódico llamándome traidor a mi tierra; hubo una carta colectiva de no sé
cuantos ofendidos por mi artículo, entre ellos, por cierto, un obispo.
Recuerdo un
concejal que me acusaba de “criminalizar a los jóvenes” por sugerir que tal vez el
fomento del alcoholismo colectivo no debiera estar entre las prioridades de una
institución pública, después de una fiesta de la Cruz en Granada que duró más de una
semana y que dejó media ciudad anegada en basuras.
El orgullo vacuo del ser ha dejado en segundo plano la dificultad y la satisfacción del
hacer. Es algo que viene de antiguo, concretamente de la época de la Contrarreforma,
cuando lo importante en la España inquisitorial consistía en mostrar que se era algo, a
machamartillo, sin mezcla, sin sombra de duda; mostrar, sobre todo, que no se era: que
no se era judío, o morisco, o hereje. Que esa obcecación en la pureza de sangre
convertida en identidad colectiva haya sido la base de una gran parte de los discursos
políticos ha sido para mí una de las grandes sorpresas de la democracia en España. Ser
andaluz, ser vasco, ser canario, ser de donde sea, ser lo que sea, de nacimiento, para
siempre, sin fisuras: ser de izquierdas, ser de derechas, ser católico, ser del Madrid, ser
gay, ser de la cofradía de la Macarena, ser machote, ser joven.
La omnipresencia del ser
cortocircuita de antemano cualquier debate: me critican no porque soy corrupto, sino
porque soy valenciano; si dices algo en contra de mí no es porque tengas argumentos,
sino porque eres de izquierdas, o porque eres de derechas, o porque eres de fuera; quien
denuncia el maltrato de un animal en una fiesta bárbara está ofendiendo a los
extremeños, o a los de Zamora, o de donde sea; si te parece mal que el gobierno de
Galicia gaste no sé cuántos miles de millones de euros en un edificio faraónico es que
eres un rojo; si te escandalizas de que España gaste más de 20 millones de euros en la
célebre cúpula de Barceló en Ginebra es que eres de derechas, o que estás en contra del
arte moderno; si te alarman los informes reiterados sobre el fracaso escolar en España es
que tienes nostalgia de la educación franquista.
He visto a alcaldes y a autoridades autonómicas españolas de todos los colores tirar
cantidades inmensas de dinero público viniendo a Nueva York en presuntos viajes
promocionales que solo tienen eco en los informativos de sus comarcas, municipios o
comunidades respectivas, ya que en el séquito suelen o solían venir periodistas, jefes de
prensa, hasta sindicalistas. Los he visto alquilar uno de los salones más caros del
Waldorf Astoria para “presentar” un premio de poesía. Presentar no se sabe a quién,
porque entre el público solo estaban ellos, sus familiares más próximos y unos cuantos
españoles de los que viven aquí. Cuando era director del Cervantes el jefe de protocolo
de un jerarca autonómico me llamó para exigirme que saliera a recibir a su señoría a la
puerta del edificio cuando él llegara en el coche oficial. Preferí esperarlo en el patio, que
se estaba más fresco. Entró rodeado por un séquito que atascaba los pasillos del centro y
cuando yo empezaba a explicarle algo tuvo a bien ponerse a hablar por el móvil y
dejarnos a todos, al séquito y a mí, esperando durante varios minutos. “Era Plácido”,
dijo, “que viene a sumarse a nuestro proyecto”. El proyecto en cuestión calculo que
tardará un siglo en terminar de pagarse.
Lo que yo me preguntaba, y lo que preguntaba cada vez que veía a un economista, era
cómo un país de mediana importancia podía permitirse tantos lujos. Y me preguntaba y
me pregunto por qué la ciudadanía ha aceptado con tanta indiferencia tantos abusos,
durante tanto tiempo. Por eso creo que el despertar forzoso al que parece que al fin
estamos llegando ha de tener una parte de rebeldía práctica y otra de autocrítica.
Rebeldía práctica para ponernos de acuerdo en hacer juntos un cierto número de cosas y
no solo para enfatizar lo que ya somos, o lo que nos han dicho o imaginamos que
somos: que haya listas abiertas y limitación de mandatos, que la administración sea
austera, profesional y transparente, que se prescinda de lo superfluo para salvar lo
imprescindible en los tiempos que vienen, que se debata con claridad el modelo
educativo y el modelo productivo que nuestro país necesita para ser viable y para ser
justo, que las mejoras graduales y en profundidad surgidas del consenso democrático
estén siempre por encima de los gestos enfáticos, de los centenarios y los monumentos
firmados por vedettes internacionales de la arquitectura.
Y autocrítica, insisto, para no ceder más al halago, para reflexionar sobre lo que cada
uno puede hacer en su propio ámbito y quizás no hace con el empeño con que debiera:
el profesor enseñar, el estudiante estudiar haciéndose responsable del privilegio que es
la educación pública, el tan solo un poco enfermo no presentarse en urgencias, el
periodista comprobando un dato o un nombre por segunda vez antes de escribirlos, el
padre o la madre responsabilizándose de los buenos modales de su hijo, cada uno a lo
suyo, en lo suyo, por fin ciudadanos y adultos, no adolescentes perpetuos, entre el
letargo y la queja, miembros de una comunidad política sólida y abierta y no de una
tribu ancestral: ciudadanos justos y benéficos, como decía tan cándidamente, tan
conmovedoramente, la Constitución de 1812, trabajadores de todas clases, como decía
la de 1931.
Lo más raro es que el espejismo haya durado tanto...
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