Leer con luz de luna

Patente de corso

Leer con luz de luna

Hace tiempo que me preguntan por el libro electrónico. Qué opino y cómo veo el futuro, la desaparición del papel, los formatos clásicos y demás. Siempre respondo lo mismo: me da igual, porque yo escribo lo que va dentro. Mi trabajo es ocuparme del contenido: contar historias y que la gente las lea. Del soporte se ocupan otros. Editores y gente así. Y, por supuesto, los lectores que recurren al medio que estiman conveniente. Estoy convencido de que, en un mundo razonable, la oposición entre libro de papel y libro electrónico no debería plantearse nunca. Lo ideal es que el segundo complemente al primero, llevándolo donde aquél no puede llegar. Como herramienta eficaz de trabajo, por ejemplo. O facilitando el acceso a asuntos menos afortunados en librerías convencionales: teatro, poesía, autores sin respaldo editorial, literatura bloguera, descargas y otros experimentos interesantes que el concepto clásico no favorece demasiado. Pero no es eso lo que se plantea. Al hablar de libro de papel y libro electrónico, lo usual es oponerlos. Obligarte a elegir, como siempre. O conmigo o contra mí. Y no es ésa la cuestión. Creo. El libro electrónico es práctico y divertido. Hace posible viajar con cientos de libros encima, trabajar consultándolos con facilidad, aumentar el cuerpo de letra o leer sin otra luz que la propia pantalla. Incluso los hay con ruido de pasar páginas cuando se va de una a otra «lo que no deja de ser una simpática gilipollez».

Además, mientras lees puedes zapear a tu correo electrónico, escuchar música, ver imágenes y cosas así. Todo muy salpicadito, multimedia. Cuando lees, por ejemplo, «Tienen, por eso no lloran / de plomo las calaveras», puedes ilustrarlo con la foto de guardias civiles que hizo Robert Capa, escuchar a Estopa, ver cómo va el Barça-Osasuna y mandar un emilio a tu churri anunciando que le vas a sorber el tuétano. Y ahí surge uno de los problemas. No con la churri, ni con García Lorca. Ni siquiera con la Guardia Civil. Surge cuando, en vez del Romancero gitano, lo que trajinas es el Oráculo manual y arte de prudencia de Gracián, Lord Jim o La Regenta. Entonces la atención necesaria se puede desparramar un poquito. Entre otras cosas. Porque leer no tiene nada que ver con eso. Me refiero a leer de verdad, en comunión estrecha con algo que educa tu espíritu, que te hace mejor y consciente de ti mismo. Que aporta lucidez, multiplica vidas, consuela del dolor, la soledad y el desamparo, aclara la compleja y turbia condición humana. Leer así requiere tiempo, serenidad concentrada, ritual. Cuando estás en ello, ni siquiera las bombas son capaces de romper el vínculo mágico. No hay comandante de avión que obligue a apagarlo para el aterrizaje, ni batería que te deje a medias; y si se funden los plomos, o como se diga ahora, el verdadero lector es capaz de seguir haciéndolo a la luz de una vela, de un encendedor, o a la luz de la luna llena reflejada en la arena de un desierto. Puestos a setas o a Rolex, aún hay más. He dicho que libro de papel y libro electrónico deberían ser complementarios; pero si me obligan a elegir, diré alto y claro que no hay color. Y que, llegado a ese extremo, la pantalla portátil me la refafinfla.

Estoy harto de toparme con pantallas en todas partes, hasta en el bolsillo, y me niego a transformar mi biblioteca en un cibercafé. Con un libro electrónico, sea El Gatopardo o El perro de los Baskerville, no puedo anotar en sus márgenes, subrayar a lápiz, sobarlo con el uso, hacerlo envejecer a mi lado y entre mis manos, al ritmo de mi propia vida. No hay cuestas de Moyano, ni buquinistas del Sena, ni librerías como las de Luis Bardón, Guillermo Blázquez o Michele Polak donde los libros electrónicos puedan ocupar sus venerables estantes y cajones. Nada decora como un buen y viejo libro una casa, o una vida. Ninguna pantalla táctil huele como un Tofiño, un Laborde o un Quijote de la Academia, ni tampoco como un Tintín, un Astérix o un Corto Maltés al abrirlos por primera vez. Ninguna conserva la arena de la playa o la mancha de sangre que permiten evocar, años después, un momento de felicidad o un momento de horror que jalonaron tu vida. Y déjenme añadir algo. Si los libros de papel, bolsillo incluido, han de acabar siendo patrimonio exclusivo de una casta lectora mal vista por elitista y bibliófila, reivindico sin complejos el privilegio de pertenecer a ella. Que se mueran los feos. Y los tontos. Tengo casi treinta mil libros en casa; suficientes para resistir hasta la última bala. Quien crea que esa trinchera extraordinaria, su confortable compañía, la felicidad inmensa de acariciar lomos de piel o cartoné y hojear páginas de papel, pueden sustituirse por un chisme de plástico con un millón de libros electrónicos dentro, no tiene ni puta idea. Ni de qué es un lector, ni de qué es un libro.









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