Segunda República, la edad del odio. ABC - EL PAÍS

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Ochenta años después, un grupo de historiadores responsabiliza de aquel fracaso a las derechas y las izquierdas, incluido el PSOE de Largo Caballero

Día 10/04/2011 - 03.14h

Hacia 1930 estaba cada vez más claro que el optimismo y las ilusiones de una nueva belle epoque no parecían muy justificados. De hecho, de forma gráfica Niall Ferguson ha utilizado la expresión «Edad del odio» para calificar el período comprendido entre las dos guerras mundiales \[...\] Después de la Gran Guerra casi ningún país escapó a esos cambios, un proceso caracterizado por George Mosse como brutalización de la política.. Las violencias partidistas se multiplicaron en el difícil contexto de transición de la guerra a la paz. Finalizadas las hostilidades, la guerra se prosiguió de otra forma. Los lenguajes bélicos se mantuvieron en vigor así como el deseo de aniquilar totalmente al adversario. \[...\]

Ciñéndonos a la República, aunque de tarde en tarde se glorifique el mito, esta experiencia democrática y sus élites rectoras tuvieron muy poco de modélicas, hasta el punto de que sólo de forma forzada se les puede considerar antecesoras de la democracia española actual \[...\]. Más allá de los avances que impulsó (la extensión del sufragio a las mujeres, las reformas sociales, la ampliación de los derechos ciudadanos a las capas populares, la política educativa...) dejó mucho que desear como régimen pluralista basado en el pacto y en el consenso. 

En este aspecto, tuvieron una gran responsabilidad, qué duda cabe, las fuerzas políticas y sociales que no se identificaron con el proyecto democratizador iniciado en 1931 \[...\]. Salvo excepciones individuales más bien contadas, los grupos políticos que nutrieron ese abundante caudal autoritario (monárquicos tradicionalistas, católicos corporativos, fascistas) no miraron a la democracia como punto de llegada \[...\].
«La República es nuestra»

Pero la República no sólo encontró obstáculos en su flanco derecho. La puesta en cuestión de esta democracia también partió del universo —igualmente plural— de las izquierdas, en particular de las izquierdas revolucionarias. Los comunistas, que eran pocos, y sobre todo los anarcosindicalistas le declaron la guerra a la República prácticamente nada más nacer. De hecho, hasta 1934 el principal escollo interpuesto en el camino de la democratización fueron los segundos. Su protagonismo antidemocrático durante esas fechas fue mucho más importante que los impulsos desestabilizadores lanzados desde el mundo conservador. \[...\]

Para los socialistas, aunque no fuera su modelo ideal, la República únicamente habría de ser para ellos y para los republicanos, y por lo tanto sólo ellos deberían ser sus exclusivos gestores. Dado su carácter «revolucionario y popular», el nuevo régimen solamente podía ser administrado «por los genuinos representantes de ese pueblo que lo había traído». En consecuencia, sus enemigos y opositores quedaban automáticamente fuera del hecho fundacional. El manifiesto lanzado a los pocos días del 14 de abril por las ejecutivas socialistas no dejaba ningún resquicio a la duda: «Esta República española que ahora empieza, y de la cual hemos de ser nosotros guardianes vigilantes, es algo esencialmente nuestro porque a nuestro calor ha nacido y a nuestro calor ha de afirmarse y perfeccionarse en el futuro \[...\].

Bajo tales presupuestos se entiende que los socialistas no concibieran la democracia republicana como una democracia pluralista, liberal y representativa en la que se sintieran cómodos todos los españoles, sino como una democracia revolucionaria forjada, siquiera parcialmente, a su imagen y semejanza. Su discurso subrayaba que sólo los que hubieran aceptado esa legitimidad revolucionaria de origen podrían estar legal y constitucionalmente capacitados para ejercer el poder y ser investidos con la consideración de fuerzas leales. Así, desde su particular interpretación la República echaba a andar como un sistema que excluía a sus adversarios, que castigaba —o en el mejor de los casos restringía— la disparidad de opiniones, supeditando la libertad individual al progreso colectivo de la sociedad. \[...\]

El solo hecho de que Acción Nacional se presentara a las elecciones para intentar llevar diputados a las Constituyentes era un gesto que les parecía inconcebible, pues al fin y al cabo no representaban a nadie. Eran «la España leprosa», cuya carroña había soterrado para siempre «el verdadero pueblo que trabaja y estudia, que sufre y ama». El despliegue de insultos con el que se recibió el retorno de los católicos al escenario político sorprende tanto por su riqueza expresiva como por su implacable ferocidad e ironía. Baste un ejemplo entre mil del periódico «El Socialista» (27-5-1931): «¡Ya viene, ya viene! [...] la turba de alimañas, de raposas, de avechuchos, de sabandijas, de vampiros, de cuervos, de garduñas, de lechuzas, de reptiles, de chacales, de hienas y demás animales y animánculos dañinos que infectaron el país hasta el advenimiento de la República, torna ahora en infernal algarabía de graznidos, chillidos, aullidos, silbidos y rugidos». \[...\]

A la agresión con la agresión

Desde principios del verano de 1933 numerosos círculos socialistas empezaron a acariciar en voz alta la idea de la dictadura del proletariado. Aunque la cosa estaba en el ambiente, el aldabonazo en el giro revolucionario del socialismo lo dieron los famosos pronunciamientos públicos de Largo Caballero, que se sucedieron sin solución de continuidad desde el mes de julio. El entusiasmo con el que recibió la llegada de la República en 1931 se esfumó ahora como por ensalmo. \[...\] En una entrevista con Santiago Carrillo a finales de septiembre, Largo Caballero se explayó con la sincera rudeza que le caracterizaba, exponiendo a los lectores el núcleo más antidemocrático de su pensamiento: «Yo no sé cómo hay quien tiene tanto horror a la dictadura del proletariado, a una posible violencia obrera. ¿No es mil veces preferible la violencia obrera al fascismo?» En los doce meses siguientes, tanto de puertas afuera como en privado, se continuó hablando sin respiro de la amenaza fascista —sin especificar muy bien qué era eso—, de la obligación de estar alerta y de la necesidad de armarse para hacer la revolución. \[...\].
Tras la caída del Gobierno Azaña a principios de septiembre y su recambio por un Gobierno Lerroux, la escalada verbal adquirió tonos casi apocalípticos. Dado que el «derrengado carro de la democracia republicana» les había expulsado «con vilipendio» del poder, abriendo la puerta al «fascista» Lerroux, no quedaba otro camino que conquistarlo «de la forma que sea» para «realizar la necesidad histórica de nuestros días: la dictadura socialista que gobierne para el proletariado». Las posiciones de los caballeristas fueron ganando peso por doquier, hasta el punto que casi todos los socialistas —con la salvedad del grupo de Besteiro— acabaron por hacerlas suyas. \[...\]

La aplastante victoria de las derechas y el centro exasperó a los socialistas y borró de su discurso cualquier resto de respeto a la legalidad constituida. Lo de menos era que ellos se hubieran implicado a fondo en su construcción mientras formaron parte del Gobierno. No aceptaron la derrota y se mostraron dispuestos a vulnerar las reglas del juego democrático. En sus esquemas ideológicos no se contempló como algo normal la alternancia en el ejercicio del poder. Se evidenciaba así, pues, que para los socialistas república no era igual a democracia. \[...\] El único sector socialista que se opuso a estos planes fue el representado por los dirigentes besteiristas que todavía controlaban la UGT. \[...\] Se desmarcaron claramente de los objetivos insurreccionales. En una reunión del Comité Nacional de la UGT celebrada el 13 de diciembre a puerta cerrada, Saborit negó que sobre la República recayese una verdadera amenaza fascista: «¿Se trata de que hay un peligro inmediato de fascismo? Yo digo que eso seriamente no hay quien lo diga [...]»

En abril de 1934, las Juventudes Socialistas ratificaron en un congreso su apuesta por la insurrección armada y la dictadura del proletariado. Al tiempo que dieron por agotado el «régimen burgués», desarrollaron una organización militar propia que conllevó el acopio de armas y el adiestramiento de los militantes en muchos sitios. En aquel congreso, lejos de atemperar sus encendidos ánimos, Largo Caballero —líder indiscutible ya de los socialistas— les animó a crear un «ejército revolucionario», a seguir el camino de la violencia y a adueñarse «íntegramente» del poder político «como sea», al margen de las «instituciones burguesas»: «tengo que manifestar que la revolución no se hace con gritos de viva el socialismo [...]. Se hace violentamente, luchando en la calle con el enemigo».


El País.

Secretos de la Segunda República

Los documentos robados al presidente Niceto Alcalá-Zamora durante la guerra prueban su negativa a secundar un golpe de Estado y su distanciamiento de Azaña.

http://www.elpais.com/articulo/cultura/Secretos/Segunda/Republica/elpepicul/20110406elpepicul_1/Tes







De 1931 a 1936 pasaron cinco años y un mundo. De ese tránsito del entusiasmo a la desolación fue testigo excepcional un hombre que lo vivió en primera línea: Niceto Alcalá-Zamora, abogado brillante, terrateniente liberal, católico practicante, monárquico decepcionado, finalmente republicano a machamartillo y político equidistante en un tiempo malo para moderaciones. Alcalá-Zamora (Priego de Córdoba, 1877- Buenos Aires, 1949) fue el primer presidente de la Segunda República, destituido por antiguos compañeros de viaje en abril de 1936, a las puertas de la insurrección militar. Y fue, consciente de su hueco en la historia, puntilloso anotador de impresiones, registrador de diálogos y guardián de documentos, como se puede ver en el legado depositado en el Archivo Histórico Nacional (AHN) después de peripecias dignas a veces de Le Carré, a veces de Ibáñez. Así que el primer cronista de esos cinco años en los que España dio tantas vueltas fue su primera y máxima autoridad: el jefe del Estado.

Cuando fueron a detenerle en 1930 pidió tiempo para afeitarse e ir a misa
Elogia la nobleza de la multitud por no poner en peligro a la familia real
Acusa al Gobierno de Azaña de haber intervenido todos sus teléfonos
"No conviviré con nada que sea golpe de Estado o hechura de este"

- Del robo a la venta. Alcalá-Zamora guardó en una caja fuerte del Crédit Lyonnais de Madrid unos 1.200 documentos, que incluían papeles privados como sus sucesivos testamentos, conferencias, discursos, cartas, diarios de sus días en la presidencia y documentos oficiales como actas de las elecciones de 1936, informes militares sobre el aplastamiento de la revuelta de Asturias en 1934 o copias de telegramas y conversaciones telefónicas. Al comienzo de la Guerra Civil los papeles desaparecen y su rastro no se recupera hasta 1941, cuando -no se sabe cómo- llegan a manos de la familia Soria, que los conserva en secreto hasta 2008. Salen a la luz entonces de la misma forma turbia en que se habían esfumado. La familia se los ofrece en venta a varios historiadores, entre ellos César Vidal. Enterados los descendientes de Alcalá-Zamora, denuncian la operación que finalmente frustra la Guardia Civil, que confisca la documentación. El juzgado que asume el caso ordena que se depositen en la caja fuerte del Ministerio de Cultura, algo que solivianta al PP y a los herederos, que piden que se entreguen a la Academia de Historia.
Se especula con que el archivo podría contener explosivos papeles sobre el abuelo del presidente Rodríguez Zapatero, el capitán Juan Rodríguez Lozano, y la implicación del PSOE en la revuelta de Asturias en 1934. El juzgado sobreseyó el caso al considerar que no había delito en el intento de venta de la familia Soria, a la que se considera propietaria por usucapión (adquisición por uso). Finalmente los Soria entregan el legado en dación para saldar una deuda con Hacienda. La colección fue valorada en 80.000 euros y depositada en el Archivo Histórico Nacional, "donde se custodian todos los documentos de los jefes de Estado", precisa el director general del Libro, Archivos y Bibliotecas, Rogelio Blanco. El fondo será accesible para el público en sala en cuanto finalice su restauración que la directora del AHN, Carmen Sierra, calcula en un mes.

- El entusiasmo de 1931. Alcalá-Zamora escribe sobre las reuniones de la oposición republicana, su paso por la cárcel de una dictadura que está noqueada y la llegada de la República. Todo revela el aroma de otra época. Por ejemplo, lean cómo le detienen en su casa el 14 de diciembre de 1930. El político pide "tolerancia" a los agentes para desayunar, afeitarse y... "Entre agentes fui a misa a San Fermín, volví a casa y aún obtuve unos minutos para escribir (...) y retratarme a petición de mi familia con esta y con el inspector". En la Modelo coincidirá con Fernando de los Ríos, Largo Caballero, Casares Quiroga, Giral y todos los prohombres que lideraran la llegada de la República en abril de 1931. España fue una fiesta. "La revolución fue tan pacífica y la multitud tan noble que la última noche de la familia destronada en palacio no ofreció peligro ni sobresalto", escribe.

- A vueltas con la Iglesia. Alcalá-Zamora era en junio de 1931 presidente del Gobierno provisional de la República. Y católico. El interlocutor perfecto para que los poderes eclesiásticos le transmitieran su rechazo a la reforma que se avecinaba. De mayo de 1931 hay un dictamen donde se recomienda el procedimiento para salvar valores, cuentas y bienes inmuebles de la Iglesia: "La experiencia enseña que en casos de revolución ninguna propiedad es tan respetada como la de los extranjeros puestos bajo el amparo de sus respectivos Estados".

Cardenales y arzobispos españoles también envían una carta, fechada en Roma el 3 de junio de 1931, en la que protestan por los incendios de iglesias y las reformas que se proyectan: secularización de cementerios, supresión de cuatro órdenes militares, eliminación de misas en ejércitos y cárceles o prohibición del crucifijo y emblemas religiosos en escuelas -el pasado siempre vuelve-. "Violan de un modo manifiesto derechos sacratísimos de los que vienen gozando desde tiempo inmemorial la Iglesia en España", dicen. Alcalá-Zamora también guardó la carta que le envió el cardenal Segura, arzobispo de Toledo, en protesta por su expulsión de España.
- La rebelión de Asturias. Entre los documentos depositados en el Crédit Lyonnais se incluye una colección de fotografías aéreas del avance de las tropas, dirigidas desde un despacho de Madrid por el general Franco, que movilizó regulares africanos que practicaron una salvaje represión contra la población civil, igual que harían dos años después. Hay también un informe de la Jefatura de Aviación con los detalles de los bombardeos. El presidente de la República escribirá a propósito de lo ocurrido: Barcelona, que también se subleva capitaneada por la Generalitat, fue "alto ejemplo de moderación humanitaria". "En el noroeste la rebelión se desata como una guerra civil".

- La desolación de 1936. La lectura del Dietario de un presidente, que arranca el 1 de enero de 1936 y finaliza el 8 de abril, tras su destitución, estremece por el telón de fondo. De aquel país entusiasta y pacífico que saludó la República ya no queda casi nada. Hay disturbios y actos violentos con frecuencia, que son ocultados a Alcalá-Zamora. Su aislamiento es casi total. Su relación con Manuel Azaña, presidente del Gobierno, pésima. "El Gobierno es Azaña, y solo Azaña", escribe en una ocasión. El retrato seguirá ennegreciéndose, ya que Alcalá-Zamora reproduce duras conversaciones y ataques de ira de Azaña. Llega a afirmar que el Gobierno le ha intervenido los teléfonos del despacho y de casa. El 31 de marzo escribe: "Siguen concretos, insistentes, amenazadores, los síntomas o anuncios del golpe de estado militar, que yo me resisto a creer por absurdo".

También le llegan anzuelos golpistas, que rechaza: "No conviviría con nada que sea golpe de Estado, hechura de este o situación de fuerza". Cuando el 8 de abril, un coronel le pide "en nombre del ejército" que destituya al Gobierno de Azaña en respuesta "al golpe de Estado" de la Cámara que le ha destituido, cuenta: "Me niego en absoluto. Mi camino es otro". En julio estaba en un crucero cuando fracasa la insurrección y comienza la guerra. Entre los golpistas, su consuegro, el general Queipo de Llano.

No sirvió para protegerle. El moderado Niceto era un estorbo en tiempos radicales. Antes de morir en el exilio, aún tuvo tiempo de sufrir más ataques: en 1941 la dictadura le retiró la nacionalidad, le confiscó sus bienes y le impuso una multa de 50 millones.

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