Carlos Carnicero.

El laberinto de Rabat

Ocurre que el Frente Polisario tiene el cariño más entrañable pero el menos efectivo. Las sociedades civiles tienen debilidad por los niños de los campos de Tinduf.  Los países, sus gobiernos, tienen esa debilidad con el gobierno de Marruecos. Bueno, una debilidad basada en intereses y en riesgos.
El ejército marroquí no empleó una muchedumbre hambrienta como escudo, sino como ariete humano. Iban por delante, en la confianza que ni siquiera los legionarios herederos de Millán Astray dispararían contra los desarrapados desarmados. Detrás de ellos iba el ejército que no tuvo que disparar ni balas de fogueo. Se apoderaron de un país que no era suyo agitando el nacionalismo inherente a toda dictadura. Ellos tenían la suya, que la mantienen, y nosotros no nos habíamos desprendido de la nuestra. Franco estaba entubado, el Príncipe de Asturias se jugaba su sillón de futuro y la sociedad española seguía secuestrada por la dictadura. Un escenario inmejorable para la miseria humana que nos envuelve, en este asunto, desde hace treinta y cinco años.
Llegaron los acuerdos de Madrid y el Sahara Occidental, sobre el que carecía de todo derecho el Reino de Marruecos, se subastó en almoneda entre ese país, manejado siempre con la zorrería de la dinastía alauita y un trozo para disimular, que se entregó a Mauritania. España se lavó las manos como Poncio Pilatos y consumó el único caso de vergüenza máxima existente en el mundo, que constituye en  entregar un país colonizado a una segunda potencia, y con él, maniatados, a los saharauis para que perdieran toda esperanza de que la descolonización, como es obligado, consistiera en entregarles el país ocupado por una potencia exterior para que ellos dibujaran su futuro. Ningún gobernante posterior a Franco, ni el jefe de Estado, que evidentemente llegó a ser Rey, se han sentido concernidos por ese episodio insoportable, porque todos ellos han pretendido que el haber padecido o disfrutado –según quien lo mire- de una dictadura, les podía alimentar la ensoñación de que eran herederos a título de inventario de una nación cuyas vergüenzas anteriores no les involucraban.
Desde hace treinta y cinco años el problema está sin resolver porque muchos ciudadanos de las sociedades occidentales simpatizan con la causa saharaui pero los gobiernos, excepto Argelia, pretenden contentar al Rey de Marruecos por distintas razones de conveniencia.
El pueblo saharahui tiene un problema de densidad y sobre él cae una apetencia colonial de la misma naturaleza que la que Adolf Hitler tenía sobre Austria: pretende que por ser países próximos y tener algunos rasgos comunes, pertenecen al más grande, de acuerdo con la teoría y la praxis de que los tiburones se comen a los peces chicos.
Ahora después de 35 años, el todavía joven rey de Marruecos, descendiente preterido del profeta Mahoma, acaba de cometer su primera equivocación grave. Mientras la represión contra el pueblo saharahui era selectiva, y el método de control consistía en considerarlos ciudadanos de segunda clase, según la técnica que Israel emplea en la colonias que construye en territorio palestino, la cosa era digerible por la prensa occidental y por los países comprometidos con Marruecos. Sencillamente todo el mundo miraba para otro lado. Ahora los saharauis descontentos con su forma de vida se pueden hacer polisarios por los desequilibrios que en la historia empujan a que la injusticia se convierta en resistencia.
El brutal ataque contra las jaimas instaladas en las afueras de El Aaiún, el apagón informativo, la expulsión de tres periodistas, entre ellos la carismática Àngels Barceló, ha convulsionado un problema que permanecía en los cajones de los despachos más influyentes esperando que el tiempo hiciera su trabajo.
El Sahara tiene importantes yacimientos de fosfatos, formidables bancos de pesca y la suposición de que existe petróleo y otros minerales. Y todo eso para una población que en el mejor de los casos puede llegar sólo a los cuatrocientos mil saharauis en un censo que nunca será confiable.
Ahora España, una vez más, no sabe que hacer. Todo es un “si” pero “no”, en una política exterior que no ha variado mucho desde los tiempos en que el dictador agonizaba entubado en una España que no había aprendido a vivir sin tutela y con un príncipe que sólo quería ser Rey.  Casi nada. Ahora lo que nadie quiere es perder las elecciones por unos pobres saharauis al que las gentes sencillas adoran y los poderosos desprecian. ¿No les suena esta historia como una constante de la humanidad?

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